Aún no eran las ocho de
la mañana del 31 de marzo de 1983 cuando hasta mi casa llegó el hermano mayor
en busca de desayuno. Por tratarse de un día de fiesta no había nada preparado
y junto con el menor determinamos el desplazamiento hasta el barrio la Esmeralda
donde también compraríamos gallinas para celebrar el cumpleaños de Pachita como le decimos cariñosamente a Francy Elena.
Pedimos gallina, fríjoles y pescado. El mayor no conforme con lo que le dieron
pidió un poco más y por esa razón nos manteníamos sentados en una de las
cocinas de la plaza de mercado.
De pronto desde el centro de la tierra se
escuchó un estrepitoso sonido y de inmediato se levantó el piso. Ollas y
sartenes volaron, el agua cayó sobre los carbones encendidos y originó una
polvareda en toda la estancia. Nosotros y las propietarias de la cocina
mantuvimos la calma mientras otros corrían en busca de la puerta principal.
Allí algunas personas murieron porque recibieron todo el peso de algunas
mercancías que se vinieron al piso. Por el costado occidental nosotros salimos en
bicicleta sin problema alguno. Por el camino no observamos nada anormal con
excepción de algunas tejas caídas. En nuestra vivienda tampoco había pasado a
mayores, solo el susto de los vecinos que aún cuando había pasado algún tiempo
desde el terremoto se mantenían en las calles agradeciendo que el Todopoderoso
nos había protegido.
De inmediato tomé mi
uniforme de la Cruz Roja Colombiana, pasé por donde otro de los voluntarios y
nos dispusimos a prestar ayuda a quienes lo necesitaban. En la medida en que
íbamos ingresando al centro de la ciudad podíamos apreciar la magnitud del
fenómeno natural porque las calles eran intransitables, estaban llenas de
escombros como si se tratara de los daños que dejaban los ataques con bombas en
las guerras mundiales.
Un humilde vigilante
pedía auxilio desde el interior de una barbería pues lo habían dejado asegurado
con una cadena y candado. Vecinos de una ferretería facilitaron la herramienta
para proceder a sacarlo mientras nosotros continuábamos nuestro camino a la
sede de la Cruz Roja.
En un vehículo que no
supimos como llegó hasta el pasaje Vasquez Cobo un improvisado voluntario decía
“los bloques de pubenza se acabaron, hay que llevar manilas para remover los
escombros, hay mucha gente que aún queda con vida”. En su vehículo iniciamos el
desplazamiento y quedamos horrorizados al ver como los antes sólidos edificios
se habían venido al suelo. Desde dentro de lo que quedaba de las viviendas se
escuchaban gritos de auxilio. Personas atrapadas en medio de las vigas de
hierro y cemento, otros entre muebles había logrado protegerse.
Una voluntaria -la directora ejecutiva de la Cruz Roja- se había quedado atrapada en un primer piso. Sus familiares clamaban
para que las salváramos. Como pudimos ingresamos hasta el apartamento y
orientados por los gritos llegamos hasta el baño donde, por sus conocimientos
del quehacer en estos casos se habían desplazado cuando la loza se les venía
encima. Uno a uno salieron todos los ocupantes de esa vivienda, solo con
algunas raspaduras y el shock que genera estas emergencias pero igual fueron
trasladados hasta los puntos de atención que a esta hora ya era en el
aeropuerto.
Una niña de unos doce
años luchaba entre los hierros, allí tardaron mucho tiempo en el rescate porque
debieron utilizarse gatos hidráulicos para remover una viga y poder cortar la
estructura. Fueron momentos de pánico generalizado. Algunas de las personas
muertas no tuvieron derecho a camilla, debimos tomarlas entre dos personas y
como si no se tratara de personas, "arrumarlas" en una camioneta. A esa hora lo
interesante era ocuparnos de quienes aún daban signos de vida.
Solo a las cuatro de la
tarde pude hacer un paréntesis, la urgencia del momento nos había provocado la
desaparición del cansancio, la sed o el hambre. En la casa de mi hermano, pese
a la situación se había preparado el almuerzo en fogón de leña. Fue un momento
de integración de la familia en medio del dolor de los demás. Por fortuna en
nuestro núcleo todos, junto con nuestras viviendas estábamos a salvo. Hubo
gallina en medio de la difícil situación por la que atravesaban otras familias.
Con Pachita, la que cumpleaños en esta fecha |
La fase inicial de
atención de la emergencia estaba solo empezando. En los pueblos vecinos vivían
calvarios similares y la ayuda era muy poca porque la concentración era en la
ciudad capital. Así pasamos más de una semana en labores de rescate, limpieza,
instalación de albergues y en tratar de superar en parte las afugias de los
damnificados.
A los ocho días
regresamos cámara en mano hasta el lugar donde concentramos la atención en los
primeros minutos. Fue horroroso saber que por pequeños huecos y en la poca
distancia que separaba la losa del segundo piso con el primero habíamos logrado
ingresar. Fue el impulso de salvar las vidas lo que habría motivado que
arriesgáramos la propia. Hoy 30 años después esas imágenes no se borran como
tampoco desaparecen las enseñanzas que nos deja el aprendizaje en un camino tan
doloroso como éste…
Comentarios
Publicar un comentario